viernes, 29 de julio de 2011

El albañil turquesa


Es bien sabido que una de las aficiones más comunes del gremio de la construcción en España es la de piropear a cuantas mujeres pasean por el entorno de la obra en la que éstos se encuentren trabajando. En los últimos tiempos, dicha práctica está disminuyendo, no tanto porque nuestros albañiles estén menos aduladores, o menos poetas, sino más bien porque la mayoría de ellos se encuentran engrosando las listas del paro, por aquello de la tan conocida crisis del ladrillo.

Que los tiempos están cambiando es algo que nadie lo duda. Que en todos los sitios se cuecen habas, tampoco. Y en este sentido, quiero recordar en esta calurosa tarde de julio al albañil turquesa. Lo llamaremos así por la acertada combinación de colores que siempre presentaba, y en la que destacaba siempre su impoluto casco del color del cielo. Dicho albañil, que por sus proporciones bien habría podido estar sobre una pasarela de moda más que sobre un andamio, tenía la costumbre de divisar sus dominios desde lo más alto del edificio en obras en el que desempeñaba su labor a diario. Recuerdo alguna vez haberme sentido intimidado al mirar hacia arriba y verlo allí, en actitud desfiante, sin apartar la mirada. Recuerdo también otra vez, al volver de desayunar con una compañera del trabajo, cómo al comentarle las extraordinarias cualidades físicas del obrero en cuestión, ésta alzó su mirada para darme su aprobación, e inmediatamente después gritar con toda la potencia vocal que pudo: "Viva el turquesaaaaa".

Pues eso, que viva.

Algunas obras no tendrían que terminar nunca

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