martes, 28 de junio de 2011

Huyendo


Anabel huía. No sabía de dónde. Tampoco a dónde iba. Sólo sabía que no quería estar allí. Quizás era porque no le gustaba la gente. Quizás porque estaba cansada. Anabel huía porque sí, porque no sabía qué hacer en aquel momento. No miraba hacia atrás. Tampoco miraba hacia delante. O sí. Sólo quería llegar a casa. Y descansar. Y estar sola. De repente no se sentía querida, ni valorada. Hacía calor. El que azotaba las calles a principios de verano. Y el que ella llevaba dentro de sí. Demasiado fuego en sus entrañas, demasiada pasión. Anabel huía porque no se encontraba cómoda. No quería estar más tiempo. Y caminaba rápida por calles inhóspitas, frías, aburdas, como absurda era la noche que le arropaba. Su lugar ya no estaba allí, sino en otro sitio. No sabía dónde. Pero caminaba firmemente, buscando un refugio en el que seguir huyendo. En silencio. En soledad. A veces el dolor es tan grande, el malestar tan intenso, que no cabe en una plaza. Por eso huía.
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