viernes, 24 de diciembre de 2010

El día que no me robaron el móvil


El día que NO me robaron el móvil... y a punto estuvieron de hacerlo...

Os cuento. Hubo una temporada en la que los robos de móviles eran bastante comunes y parecía un fenómeno generalizado entre los adolescentes canis de nuestra España. Era una noticia que salía de forma periódica en los informativos televisivos. Dicho acto parecía producirse de forma especial cuando se trataba de un teléfono Nokia, según pude comprobar. De hecho, tuve un modelo de lo más normalito de esta marca, y puedo prometer y prometo que me lo intentaron sustraer nada más y nada menos que tres veces. No sé cómo me las apañé para que nunca consiguieran su objetivo, ni cómo salí ileso de las tres intentonas.

El dibujo reproduce, cronológicamente el primer intento, el más espectacular. Me encontraba yo a la espera de cruzar un paso de peatones mientras escribía un mensaje de texto. En ese momento, un ciclomotor de pequeña cilindrada con dos niñatos encima se puso a mi lado con objeto de cruzar también el paso de cebra. Se me vinieron a la mente las imágenes de los informativos, pero no le dí mayor importancia. A todo esto, el peatón luminoso de color verde se encendió y comencé a cruzar. Y justo entonces, la moto de los canis empezó a acelerar mientras el chaval que iba detrás me agarraba la mano para robarme el móvil. Yo me agarré cual murciélago a la mano del muchacho y no le solté. La moto comenzó a correr más y más rápido y se empezó a introducir en una avenida aledaña, con la suerte de que no había demasiado tráfico, a pesar de que eran las once de la mañana. No había miradas, ni gritos, ni insultos, pero yo seguía corriendo agarrado a la mano del cani motorizado sin soltar mi móvil. A cabezón no me gana nadie, y ello me funcionó, pues no sé si por desgana o por un falso movimiento, la moto siguió su camino a toda velocidad mientras nuestras manos se soltaban y el móvil caía al asfalto en dos o tres pedazos que reconstruí en ese mismo momento sin ningún tipo de problema, dándose la circunstancia de que el mensaje de texto seguía tal y como lo había dejado antes del incidente, lo cual demostraba que ni siquiera se había tocado una tecla a lo largo de esta particular aventura. Del suelo recogí, además del móvil, el reloj del muchacho, cuyo cierre se había roto a causa del forcejeo. Miré el reloj, comprobé que era lo suficientemente feo para que no tuviera el más mínimo interés en quedármelo, y lo tiré en la primera papelera que ví para que nunca jamás lo encontrara. En plan sádico yo, y con una sonrisa orgullosa, proseguí mi camino, y ni que decir tiene que terminé de escribir el mensaje, y luego lo envié. Claro que sí.
 

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