jueves, 23 de diciembre de 2010

Pedro Mario


El miércoles terminaron las clases en el instituto. Puede que esté muy lejos de mi casa, pero voy a echar muchas cosas de menos el año que viene. Lo que más, estoy seguro, serán los alumnos. Me será difícil entrar en una clase y no encontrar sentados en las mesas a alumnos de distintas razas y nacionalidades. No sé por qué, pero a veces me dio la impresión de que a ellos los quería un poco más que a los demás. Marroquíes, guineanos, senegaleses, lituanos, rumanos, ghaneses, rusos... y españoles, claro.

Mi mejor alumno, con el que más he disfrutado como docente, no fue el que mejores notas sacó. Os lo presento. Se llama Pedro y es guineano. Lleva menos de tres años en España y tiene algunos problemas de aprendizaje (quizás por algún desfase de escolarización). Antes estuvo en clases de apoyo, pero este año seguía el nivel de la clase. Y le costaba. Pero a mí me ha hecho feliz como profesor. Siempre en primera fila, siempre mirando fijamente, sin escapársele ni un detalle. Siempre saliendo de voluntario, siempre entregando los ejercicios... y además... siempre de buen humor, con una sonrisa algo tímida. Las ganas de aprender rebosaban por sus poros. Mientras algunos profesores preparaban material adaptado para él, yo opté porque siguiera mis clases sin más. Y aunque ha ido durante el curso suspendiendo muchas materias, conmigo pasó del 5 al 6, y del 6 al 7. Un notable bien merecido. Por trabajar tanto, tan bien y con tanta ilusión. Por disfrutar tanto con los mapas, con los países. Por estar siempre con los cinco sentidos. Es por ello que Pedro, y no otro, ni otra, ha sido mi mejor alumno.

El miércoles vacié mi casillero. Cuando llevaba todos los papeles y libros al coche para volver a casa, observé que llevaba entre mis manos un gran atlas que me compré hace unos dos años para uso personal. En ese momento me vino a la cabeza la imagen de este alumno, que acababa de ver sentado en el banco de un pasillo del centro. Volví a mirar el atlas. Y volví a pensar en Pedro. En que ése era el último día de clases. Guardé todo en el maletero menos el atlas y volví a entrar en el instituto con el atlas bajo el brazo. Volví a donde lo había visto apenas tres minutos antes, pero ya no estaba. Recorrí los pasillos de arriba a abajo hasta que por fin di con él en una puerta que da al patio. Lo llamé y se acercó. Y le entregué el atlas firmado. "Para ti, qué se que te han gustado mucho los mapas y la Geografía". Me sonrió y me dio las gracias, y una palmada en el hombro. A continuación volví al coche, arranqué y volví a casa con los ojos vidriosos pero feliz de haber hecho aquello.

Dedicado a Pedro y a toda África.

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